La historia de la icónica pizzería fundada en 1932 que iba a desaparecer y revivió con nueva impronta

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finales de septiembre del año pasado, este clásico de Belgrano bajó las persianas. Ante el estupor de la noticia, durante los últimos días, sus mesas se llenaron: vecinos, habitués, los viejos amigos del barrio y quienes alguna vez habían disfrutado de una porción de muzza de parado quisieron darle una merecida despedida. Después de más de 50 años dedicados al rubro gastronómico, sus dueños decidieron que era hora de un descanso.

Sin embargo, cuando escuchó la noticia, Gonzalo Louro, un joven de 33 años proveniente de una familia de gastronómicos, se sintió tocado. “Soy de Villa Urquiza y, cuando era chico, la salida familiar era ir a pasear a Av. Cabildo, y, por supuesto, ir a comer pizza a Burgio”, cuenta.

Su vínculo con las pizzerías tradicionales porteñas nació cuando apenas tenía 8 años, ya que su papá había comprado la famosa Kentucky. “Era la original, la que estaba en Av. Santa Fe y Oro, mi papá la tuvo unos años y luego la vendió a los que la convirtieron en una cadena”, explica.

Si bien su familia se dedicaba a la gastronomía y tenía otro tipo de locales, Gonzalo asegura que, para él, la pizzería era distinta, con sus códigos, con su producto al corte, el servicio y el personal tan característico. “Las pizzerías son distintas al resto de la gastronomía y siempre me fascinaron”, asegura.

Unos cinco años antes de que Burgio cerrara, había averiguado para comprarla; sin embargo, en ese momento no tuvo éxito. Su sueño debía esperar un poco más.

“Cuando me enteré que cerraba, me pareció una injusticia que una de las pizzerías más antiguas de la ciudad, y la única de este estilo en la zona, no existiese más. Además, no quería que se instalara en este lugar un local de alguna cadena o algo de otro rubro. Me parecía algo muy triste para la historia de la ciudad, de la cultura, de la música, que desapareciera un lugar con tanta tradición”, señala.

Historia viva

Burgio es un ícono porteño que unió y une generaciones. Basta con traspasar la gran puerta de entrada para encontrarse a un público de lo más variopinto: desde un chico que está por entrar al colegio y apura una porción de muzza en el mostrador, una abuela que se sienta en una de las mesas junto a la pared de venecitas a disfrutar una con jamón y morrón y a mirar las noticias en la televisión, hasta una pareja joven que espera por la especial de fugazzeta. Hoy, como ayer, todos son bienvenidos.

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